Hay infinidad de formas de entender la política, como en botica,
para todos los gustos y evidentemente depende de la tendencia ideológica
del actor, o la propia corriente o enfoque interpretativo. Para
empezar, siguiendo a Chantal Mouffe, debemos distinguir la política de
lo político. La política se relaciona con las prácticas, por tanto es
experiencial, de esto se encarga la ciencia política, que se pregunta
por los hechos de la política. Mientras que lo político es lo más
sustantivo, se pregunta por la esencia de lo político, de esto se
encarga más bien la teoría política. No obstante, para simplificar, con
los riesgos que toda simplificación corre, hay dos formas fundamentales
en las cuales pueden resumirse los debates centrales sobre ‘lo
político’. Una perspectiva consensual, que considera que lo político se
hace en base a acuerdos, pactos, acción comunicativa, un modelo
deliberativo o dialógico que armoniza intereses y conflictos en la
sociedad. Y una perspectiva antagonista, que enfatiza en los disensos,
en la dominación, analiza el poder como violencia organizada, un
instrumento de opresión, e incluye entender lo político como una
relación amigo/enemigo.
Parece claro que nuestros actores políticos, aún inconscientemente, parecen privilegiar la segunda concepción, aunque frecuentemente sus discursos suelen estar inflamados de la ‘búsqueda del bien común’ y de ‘pactos sociales’ que se originarían en la vertiente más liberal y contractualista. Pero en el momento de las disputas, tanto los actores del ala de la derecha, como de la izquierda se decantan por mirar una relación amigo/enemigo, donde cabe solo la eliminación –simbólica o real- del oponente. En la efervescencia electoral reciente circularon en las redes mensajes francamente fascistas de parte de actores de la derecha política con amenazas de exterminio. Se disculparon, pero ahí quedó el mensaje con toda su eficacia. Hoy día, con preocupación escucho discursos de la propia Secretaría de Comunicación que contiene una violencia simbólica sin igual contra aquellos que parece considerar enemigos, no adversarios, los que ‘organizan marchas que ya marcharon’. Si ya ‘marcharon’ no se entiende tanta preocupación ni tampoco ese afán de desconocer la legitimidad del oponente, y de quitarle todo reconocimiento social y cultural. Esa negación es como escupir al cielo, puesto que todos sabemos cómo surgió este proceso político llamado revolución ciudadana, cuáles son sus fuentes y los actores y luchas que contribuyeron a su entronización en el poder político.
No hay ingenuidad en nuestros actores políticos, todos entienden la política como antagonismo y disputa, a pesar de sus declaraciones discursivas en donde hablan de diálogo y acuerdos. Tienen razón en ello, no hay una solución racional a los conflictos políticos, son consustanciales a lo político e irresolubles en sí mismo. En lo que no tienen razón es en este afán de mirar al adversario como enemigo, y el riesgo que se corre es que el enemigo sea eliminado –real o simbólicamente-, como ocurrió en los totalitarismos nazis o fascistas. El problema es que los actores políticos no se perciben como miembros de una misma asociación política, compartiendo un espacio simbólico común, cuyo reconocimiento es el único camino para construir una política democrática.
Parece claro que nuestros actores políticos, aún inconscientemente, parecen privilegiar la segunda concepción, aunque frecuentemente sus discursos suelen estar inflamados de la ‘búsqueda del bien común’ y de ‘pactos sociales’ que se originarían en la vertiente más liberal y contractualista. Pero en el momento de las disputas, tanto los actores del ala de la derecha, como de la izquierda se decantan por mirar una relación amigo/enemigo, donde cabe solo la eliminación –simbólica o real- del oponente. En la efervescencia electoral reciente circularon en las redes mensajes francamente fascistas de parte de actores de la derecha política con amenazas de exterminio. Se disculparon, pero ahí quedó el mensaje con toda su eficacia. Hoy día, con preocupación escucho discursos de la propia Secretaría de Comunicación que contiene una violencia simbólica sin igual contra aquellos que parece considerar enemigos, no adversarios, los que ‘organizan marchas que ya marcharon’. Si ya ‘marcharon’ no se entiende tanta preocupación ni tampoco ese afán de desconocer la legitimidad del oponente, y de quitarle todo reconocimiento social y cultural. Esa negación es como escupir al cielo, puesto que todos sabemos cómo surgió este proceso político llamado revolución ciudadana, cuáles son sus fuentes y los actores y luchas que contribuyeron a su entronización en el poder político.
No hay ingenuidad en nuestros actores políticos, todos entienden la política como antagonismo y disputa, a pesar de sus declaraciones discursivas en donde hablan de diálogo y acuerdos. Tienen razón en ello, no hay una solución racional a los conflictos políticos, son consustanciales a lo político e irresolubles en sí mismo. En lo que no tienen razón es en este afán de mirar al adversario como enemigo, y el riesgo que se corre es que el enemigo sea eliminado –real o simbólicamente-, como ocurrió en los totalitarismos nazis o fascistas. El problema es que los actores políticos no se perciben como miembros de una misma asociación política, compartiendo un espacio simbólico común, cuyo reconocimiento es el único camino para construir una política democrática.
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